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Diego Carcedo, periodista, asturiano de Cangas de Onís. Fue director de Radio Nacional de España. Corresponsal en Nueva York y Portugal. Es Presidente de la Asociación de Periodistas Europeos.

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El año de las goleadas

27 de noviembre de 2011

Dos mil once finiquita sus meses como un año para olvidar. Además de la crisis y los desastres, es poco lo que nos deja para que lo recordemos con la nostalgia de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Si acaso, podría perpetuarse como el año de las goleadas, las políticas mayormente del Partido Popular a su eterno rival socialista, y las de los equipos futboleros que por arriba están que se salen.

Los periódicos hablan de la paliza electoral de Rajoy a Rubalcaba y se olvidan de la pugna entre Mourinho, de tan tristes imágenes, y Guardiola, a la hora de certificar goles de sus onces dispuestos a batir todos los récords golísticos habidos y por haber. Nada igual se había visto en temporadas anteriores. Nos quedan las dudas sobre las razones, si es que el Barcelona y el Madrid son tan buenos o es que sus modestos rivales están extenuados y sus clubs caninos.

Mientras por el centro de la tabla y por la cola aumentan los empates sin goles, muestra elocuente de que la cosa va de mediocridades, por la cabeza las goleadas se repiten cada semana. Y no sólo entre equipos españoles, también en sus enfrentamientos europeos Barça y Madrid siguen repitiendo goleadas de verdadero escándalo. Hasta el Valencia, casi siempre gris, acaba de obsequiar a su parroquia con un 7-0 al desconocido Genk.

La palabra “histórica”, tan manoseada últimamente por la evolución democrática, se ha trasplantado a las páginas deportivas para calificar las goleadas de nuestros equipos en Europa. Se nota, desde luego, lo que los fichajes de sus estrellas han contribuido a incrementar esas deudas y esos déficits que tan putas nos las están haciendo pasar los mercados. Mejor sería, ya lo sé, que en vez de gastar divisas en goleadores foráneos nuestros políticos las invirtiesen en contratar expertos capaces de sacar a flote nuestra economía.

Elecciones aburridas; futuro incierto

20 de noviembre de 2011

Preveo que hoy será un día electoral aburrido, probablemente el más aburrido de los días electorales que llevamos celebrando en democracia. Y no es porque las elecciones generales que decidirán esta noche el futuro Gobierno no sean importantes; lo son, y se celebran en un momento crucial: en plena crisis económica -la más grave después de la II Guerra Mundial, dicen- y, de rebote, en medio de grandes problemas sociales y de una profunda depresión en el ambiente. El entusiasmo de los favoritos brilla por su ausencia y la conformidad de los previsibles derrotados es deprimente. Tal parece que en la calle ni siquiera quedan energías para protestar o para rebelarse como han ensayado sin demasiado éxito los manifestantes del 15-M. Estamos en una etapa difícil, marcada por la injusticia de que quienes nos llevaron a la crisis son en buena medida quienes la están capitalizando y, sin embargo, la paz social que reina en las colas del Inem o en los comedores sociales es absoluta. Hay un cierto catastrofismo en el ambiente que se consuela reconociendo que las cosas están mal, pero lo peor es que aún empeorarán más.
La campaña electoral, que se anticipaba viva y animada, ha sido una plasta, sin ideas de sus protagonistas ni propuesta de soluciones para los problemas, que nadie parece tener. Nadie, ni propios ni extraños, ve que va a poder hacer el nuevo Gobierno para encarrilar un deprimente panorama que supera las capacidades con que cuenta para encarrilarlo. En Grecia y en Italia acabamos de ver cómo los votantes no son ya los que deciden; hay fuerzas superiores con resortes para enmendarle la plana a la soberanía popular.
Entre nosotros, el nuevo Ejecutivo va a disponer de un margen muy escaso para acometer cambios cuyo efecto supere la propaganda que los arropen. No existen varitas mágicas en el actual caos financiero internacional. A los marcados sólo cabe afrontarlos a cara de perro y, ante el poder que han adquirido, eso para un país como España implica arriesgarse a perder. Sólo una conjunción general del poder político internacional, actuando con rapidez y energía, podría encauzar una situación de la economía globalizada que ha descarrilado y nadie sabe o quiere corregir.
A los mercados que cada mañana nos abrasan subiendo el diferencial de la deuda les da igual, exactamente igual, que quien encabece el Gobierno de España sea Mariano Rajoy, Alfredo Pérez Rubalcaba o Perico el de los Palotes. Aquí no hay cuestiones de identidades ideológicas, afinidades políticas o simpatías personales. Lo único que cuenta es la debilidad del objeto al que se le quiere hincar el diente. La deuda y el déficit de los Estados han existido siempre y la actividad financiera mal que bien lo ha ido resolviendo. Pero eso era antes. Ahora los gobiernos han perdido el control de su propia política económica, se han dejado engatusar por las facilidades pasadas para proveerse de dinero en el exterior y para gastar mucho más de lo que podían recaudar, y los acreedores y nuevos prestamistas se aprovechan de su incapacidad para recuperar las riendas. Mucho más importante del resultado que se oficialice esta noche y de los nombres que asuman la responsabilidad de gobernar, el interés está en lo que ocurra mañana; en el margen de confianza que los mercados les concedan. Pero no habrá que hacerse demasiadas ilusiones.

COMO UN DICTADOR

18 de noviembre de 2011

Silvio Berlusconi, el gobernante más impresentable que ha tenido la Unión Europea en lo que va de siglo, ha caído… por fin. Deja detrás una estela interminable de escándalos, chanchullos y majaderías que ya le garantizan un lugar en la Historia de Italia y un puesto a perpetuidad en los anales del ridículo. La gente, que tanto contribuyó a encumbrarle al poder y a sostenerle, salta ahora de alegría en las calles de Roma, Milán, Nápoles o Turín, por poner algún ejemplo, viéndole avanzar derecho a… ¡hacer puñetas!

Pero, coño, razono y me pregunto, Berlusconi no llegó a primer ministro por un golpe de Estado ni se mantuvo en el cargo respaldado por los militares, así que ¿por qué tanta alegría?. Se presentó a unas elecciones y las ganó, volvió a presentarse y fue reelegido, y así unas cuentas veces. Era un primer ministro con todas las bendiciones democráticas - y algunas vaticanas --, no impuso la censura de los medios aunque consiguió el respaldo de una buena parte haciéndose con su propiedad, y gobernó a golpe de payasadas y de tretas de una mayoría parlamentaria que le apoyaba y defendía sus intereses.

Son muchas las críticas y acusaciones que se le pueden hacer pero ninguna en la que no haya que implicar de lleno a muchos millones de sus compatriotas que fueron, que nadie lo dude, culpables al ciento por ciento de haber sido gobernados por semejante esperpento incluso contra la Ley y la Justicia. Italia es un país con experiencia democrática y no se explica cómo un pueblo tan avispado ha podido caer en semejante tentación y perseverar en el empeño de mantener en el poder a un personaje de semejante calaña. Berlusconi ha llevado al país al desastre y, lo que es peor, al ridículo, y ahora, cuando a los mercados ya no les sirve, le despiden igual que si se tratase de un dictador caído en desgracia.

Nunca es tarde y más vale tarde que nunca, pero ahora a ver quien es el guapo que desface los entuertos que deja este personaje que durante años y años hizo de su capa un sayo y de su país un circo con un único clown y muchos burdeles con cliente exclusivo.

EL (mal) EJEMPLO AUSENTE

13 de noviembre de 2011

Estamos atravesando una dura crisis, obvio es recordarlo, y se impone apretarse el cinturón. Esta es una apreciación en la que, matices aparte para no ahuyentar votos, coinciden todos los políticos. Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy, los dos aspirantes reales a encabezar el próximo Gobierno, están excepcionalmente de acuerdo. No queda otro remedio que suprimir gastos, reducir presupuestos, ahorrar en definitiva que es un verbo que estos años pasados de vacas gordas estaba cayendo en desuso. Pero una cosa es predicar y otra dar trigo, también es sabido. Y puestos a debatir, que es un recurso en el que ambos habían puesto el lunes sus esperanzas, residuales uno y de trámite el otro, en el intento ninguno de los dos ha dado el ejemplo que de ellos cabría esperar. Además de poner mil tiquismiquis a la organización -la Academia de la Televisión-, vetos a diestro y siniestro, ambos acabaron transigiendo con un derroche económico que, en mi modesta opinión, carece de justificación alguna.
La organización del debate costó más de medio millón de euros, que se dice pronto y cuesta aceptar. Los populares no han querido que se celebrase en TVE, donde hubiese salido casi gratis y los socialistas no se avinieron -y entiendo que no quisieran desairar a la televisión pública-, que se celebrase en una cadena privada. Así que para arreglarlo y sin pensar en costes -¡será por dinero, coño!- se optó por montar el tinglado partiendo de cero. Tal y como si no hubiese platós bien equipados en Prado del Rey, se alquiló un local -el Palacio de Congresos y Exposiciones del paseo de la Castellana-, se instaló adecuadamente con los medios más modernos, se contrató un catering de lujo por si los contendientes e invitados llegaban y terminaban hambrientos y todo pagado a tocateja, claro. Pregunté a uno de los responsables del montaje por qué, por ejemplo, se habían alquilado las cámaras -que seguramente será uno de los capítulos de gasto más elevados- y no se pidieron prestadas a las televisiones que iban a ofrecer la transmisión.
-Parece que no querían que estuviesen contaminadas.
La respuesta era una vulgar ironía quizás bien fundamentada. Pero el hecho, lamentable. Medio millón de euros puede, como creo que dijo el presidente de la Academia y moderador del debate, el precio de algún programa de televisión. Me parece un poco exagerado en las actuales circunstancias de penurias. Pero, en cualquier caso, es una cantidad muy pero que muy respetable que en buena medida se podría haber ahorrado.
Los espectadores nos hubiésemos enterado igual de lo que opinan los dos candidatos, que la verdad no ha sido tan novedoso, y podríamos haber apreciado lo mismo sus cualidades dialécticas sin semejante derroche. Además, y creo que hubiese sido lo más importante, todos nos habríamos quedado con la copla de que los tiempos no están para tirar «p'alante» como se ha hecho. Ignoro con exactitud quién ha corrido con la factura, cómo se ha repartido el gasto y quién se ha beneficiado con los contratos de algunos servicios. Lo podría averiguar sin mucho esfuerzo, pero me da igual. Lo que creo que no da igual es el pésimo ejemplo que, eclipsado tras las pasiones que el debate haya podido despertar, los candidatos, o sus partidos o sus asesores -que con frecuencia tienen que justificar sus sueldos limitándose a aconsejar el color de las corbatas- han dado. Al final, supongo que el medio kilo largo (de euros, no de pesetas) lo pagaremos de alguna manera entre todos.

DEBATES

Algunos seguidores acérrimos de la política, mayormente socialistas, aguardan como agua de mayo el debate de mañana entre los dos candidatos principales a encabezar el Gobierno la próxima legislatura. Para Rajoy, todo parece indicar que el cara a cara o el cuerpo a cuerpo como dirían los cronistas de boxeo, es más que probable que vaya a convertirse en un trámite, comprometido, por supuesto, pero un trámite. No necesitará brillar espectacularmente para lo que ahora mismo más debe de interesarle, que es mantener la cómoda ventaja que le anticipan las encuestas.
Para Rubalcaba, todo es distinto. El debata es, si no la última -porque aún quedan muchos días de campaña y en política los días de tensión electoral pueden convertirse en siglos- es ahora mismo la principal oportunidad que le queda de darle vuelta a las previsiones. ¿Cómo? Pues difícil, desde luego, pero logrando el milagro de convencer a los dos millones largos de indecisos, en muchos casos ex votantes socialistas, que vuelvan al redil ideológico; es decir, que se percaten de que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer.
La realidad es que la situación está mal, que el panorama es oscuro, pero que desde el Gobierno de un país occidental, miembro de la UE y, sobre todo, parte de la Eurozona, poco diferente de lo que se está haciendo, van a poder hacer los nuevos gobernantes y que no sea lo que está exigiendo las instituciones internacionales, los mercados y lo que recomienda la mayor parte de los expertos, excepciones aparte. La crisis española sólo difiere de las de los vecinos en la gravedad del desempleo y ese es un problema ante el cual las recetas tropiezan invariablemente con la falta de los créditos necesarios para reactivar la economía. Personalmente, soy de los que creen que los debates están sobrevalorados por la opinión pública. Constituyen un buen espectáculo, pero es poco lo que aportan en la práctica a aclarar las ideas a la gente. Los votantes ya conocen a los contendientes, ya saben cómo piensan y qué se proponen, y no es fácil, como tan frívolamente se cree, que el color de sus corbatas pueda ejercer tanta influencia en su forma de pensar. Lo hicieron en otros países y aquí, en la propia España, en el pasado, pero estos debates institucionales más que periodísticos cada vez cuentan menos en todas partes y no sólo por el hastío que ese recurso va creando.
Los defensores rebaten esta creencia recordando la importancia que a lo largo de las primarias y de la propia campaña tienen en EE UU. Pero allí son debates abiertos, a veces incluso a las preguntas del público, con moderadores que guían sus preguntas y repreguntas en función del interés periodístico de los personajes y de las pistas que sus respuestas vayan abriendo. Aquí la tradición, que mañana no cambiará, nos pone ante debates encorsetados, con los temas a tratar bien delimitados, y la actuación del moderador puesta en el cronómetro para que ninguno de los dos hable un segundo más que el otro.
La rigidez es un pésimo elemento a la hora de expresarse y, desde luego, la capacidad de un político para ajustarse a unos condicionantes tan estrictos no tiene por qué ser un mérito importante a la hora de gobernar. La ligereza que se va imponiendo en la política confunde. Puede perfectamente haber un buen presidente del Gobierno que no sea verbalmente brillante. Mañana, en principio, Rubalcaba parte con la ventajada de una mayor agilidad de reflejos y una mejor capacidad de expresión que Rajoy, más reservado y dubitativo en las respuestas. Pero eso es muy poco lo que al fin y al cabo puede representar.