PERFIL

Diego Carcedo, periodista, asturiano de Cangas de Onís. Fue director de Radio Nacional de España. Corresponsal en Nueva York y Portugal. Es Presidente de la Asociación de Periodistas Europeos.

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MIS LIBROS

Gran Hermano Padre

29 de enero de 2012

Gran Hermano, el programa que con tanto éxito lidera la degradación de los contenidos audiovisuales, se ha apuntado al más difícil todavía y en su nueva oferta de temporada va a contar con la participación de un cura, un sacerdote que va a compartir tentaciones y miserias con lo mejor de la casa.
Se llama Juan Molina, es profesor de religión fuera de las horas de liturgia, amante de la música heavy más que del canto gregoriano, y motero en sus ratos libres. La jerarquía eclesiástica correspondiente no ha visto con buenos ojos su iniciativa ni entiende que su presencia pueda contribuir a evangelizar a sus compañeros de experiencia ni a ejemplarizar a quienes van a seguirla a través de la pequeña pantalla. De momento le ha prohibido expresamente decir misa en el esperpéntico recinto y, eso no me consta, confesar a sus compañeros arrepentidos.
La Iglesia también atraviesa momentos de crisis, quizás no tanto económica como los gobiernos y las familias, pero sí de imagen y de ejemplaridad moral. Muchos religiosos, mayormente curas, son víctimas de las tentaciones que el diablo, que no descansa ni para ir al cuarto de baño, difunde lo mismo entre los extraños como entre los propios. El Sexto Mandamiento, que tanto nos trae a maltraer a muchos, se rebela bajo las sotanas y lo mismo hace peligrar los votos de castidad en sus diferentes versiones, empezando por la que ofrece la pederastia que desafían su condición pasándose con armas y bagajes al dulce encanto del pecado.
No estoy diciendo, por supuesto, que el padre del Gran Hermano, el sacerdote Juan Molina, sea uno de esos habilitados para perdonar los pecados que luego sean los primeros en cometerlos. Pero sí que su presencia en un programa de TV de semejante naturaleza y trayectoria como GM, donde el personal no escaquea la promiscuidad, choca y chocará mucho más a determinadas conciencias.

BALTASAR GARZON

28 de enero de 2012

La imagen de la Justicia, que en España es manifiestamente mejorable, enfrenta estos días un nuevo reto predestinado de manera inevitable a la polémica. Los juicios por triplicado a que está siendo sometido el omnipresente caudillo de la Judicatura Baltasar Garzón -el primero ya visto para sentencia- desconcierta a la opinión pública y casi podría decirse que divide a la sociedad. El juez ahora convertido en justiciable ha cometido errores de bulto, ha exhibido una vanidad impropia de su profesión y, quizás -eso tendrán que decidirlo sus, todavía, colegas- ha incurrido en responsabilidades condenables. Pero también es evidente que durante bastante tiempo fue un juez diligente y comprometido con su función. En una etapa, que por desgracia aún no ha terminado, en que la administración de Justicia no conseguía su propia transición, Garzón consiguió dinamizarla y comprometerla más de lo que estaba en la lucha contra las manifestaciones más graves de delincuencia que los nuevos tiempos iban creando: terrorismo, narcotráfico y la corrupción al socaire de la política. Durante este tiempo se ganó simpatías y muchos enemigos. Enemigos no sólo en el mundo de la delincuencia donde era temido; también entre sus propios colegas que en muchos casos si es que no envidiaban su popularidad, rechazaban sus técnicas y censuraban su proclividad al protagonismo. Asegurar que estos enemigos son los que le han llevado ahora a comparecer ante un tribunal es ir muy lejos en las dudas que la imparcialidad que la Justicia despierta, pero es evidente que es lo que en la calle manifiesta una gran parte de la gente. Desde que se inició proceso las expresiones «van a por él» o «le quieren ajustar las cuentas» se repiten con una contundencia rotunda. Aunque desconozco detalles de los sumarios y carezco de conocimientos para establecer mis propias conclusiones, no dudo que algún fundamento tendrán las acusaciones cuando han llegado nada menos que al Supremo. Pero, al mismo tiempo, contemplados los procesos desde fuera, por lo menos los que afectan a las escuchas telefónicas en las prisiones y al proceso a los crímenes del franquismo, saltan a la vista dudas e incongruencias difíciles de explicar. Que un juez sea juzgado por investigar supuestos delitos, choca al menos a los profanos por mucho que se argumente que las tácticas no fueron correctas. Las atrocidades cometidas por la dictadura, sus responsables y sus ejecutores, están ahí, en la Historia, y todavía en la memoria de muchos. Que un juez se haya interesado por ciertas responsabilidades de lo ocurrido, con tanta sangre y represión por el medio, puede haber sido extemporáneo, pero no parece delictivo. No sorprende que incluso hechos ya prescritos puedan ser revisados para que cuando despierten dudas la verdad quede clara. ¿No se está debatiendo todavía lo ocurrido en el Holocausto contra los judíos o, muy anterior incluso, el genocidio armenio que los turcos cometieron y con tanto énfasis niegan? Con los detalles de las escuchas telefónicas a los implicados en la trama Gürtel también pueden suscitarse disquisiciones. Pero que en juez haya tomado iniciativas para aclarar semejantes desmanes no parece que deba ser motivo de una descalificación de esta naturaleza de quien puede haberse excedido o equivocado. Que el juez está siendo juzgado antes que los propios autores de tanta corrupción, y que ese juicio esté distrayendo la atención de la verdadera gravedad de lo que fue la Gürtel, no sé si puede ser atribuido al deseo de algunos de ir a por él, lo que si sé es que se trata de un ejemplo desafortunado de la gradación que una Justicia igual para todos debe establecer entre los delitos.