Permitidme que me desahogue recordándolo. Yo era un aprendiz -de hecho todavía lo sigo siendo- a quien Clotas enseñaba con su resuelto bolígrafo cambiando párrafos de las informaciones que le entregaba, suprimiendo frases superfluas, añadiendo expresiones clarificadoras, o tachando palabras pedantes. A primera vista diagnosticaba los trabajos con rasgos ininteligibles salvo para los linotipistas, los enriquecía con titulares imaginativos, les daba el toque de su intuición para la noticia y, en más de una ocasión, te los devolvía con la mejor de sus sonrisas, que tan sabia autoridad reflejaba, para que te sentases a la máquina y los escribieses de nuevo.
A mis alumnos en la Universidad, bastante proclives a considerar censura o manipulación cualquier observación proporcionada por el oficio o la experiencia, les conté aquella anécdota, que entonces me resultó casi traumatizante infinidad de veces. Llegó a Oviedo el circo de Ángel Cristo y Clotas me encargó que hiciese un reportaje. Yo estaba ansioso de popularidad y vi en el encargo la gran ocasión. Incluso probé a asomarme con el domador a la puerta entreabierta de la jaula de los leones. Vélez perpetuó con una de sus excelentes fotografías mi temblor de piernas que no cesó ni siquiera cuando ya en el periódico intenté contar la experiencia en la media página que tenía reservada.
A trancas y barrancas escribí un relato, Clotas lo miró con desconfianza y sin mayores comentarios me indicó que lo rehiciese. Y lo rehice, pero no con mejor suerte. Enseguida me aportó algunas sugerencias para que lo intentase de nuevo. Así hasta seis veces. Nunca añoré una dentellada a tiempo de aquel león furioso que me hubiese librado de tanta vergüenza. A la séptima vez, lo arrojó a la papelera y, sin perder los nervios ni mandarme a picar piedra, o directamente a hacer puñetas, que quizás es lo que yo hubiese hecho, me dijo:
-Déjalo. No le has cogido el tono. Ya no te va a salir. La próxima vez preocúpate más de lo que estaba ocurriendo con los payasos, las trapecistas y las propias fieras. Es lo que le interesa a la gente. Tus sensaciones y tembleques a los que van a pagar la entrada les traen sin cuidado.
Fue con quien más aprendí, aunque no fue el único del que recibí lecciones de periodismo, y aquí no puedo por menos de recordar a Paco Arias de Velasco y a Luis Alberto Cepeda. Cuando estaba de corresponsal en el extranjero y venía a Asturias estaba deseando verlo pero siempre inquieto ante el temblor de piernas que me provocaba, no ya el recuerdo frustrante del león del circo, si no la duda de sus opiniones. Siempre eran tan sencillas y cordiales como incisivas y acertadas. Algunas me apresuraba luego a tenerlas en cuenta porque eran lecciones profesionales tan brillantes como en extremo honradas, con el valor añadido de proceder del mejor maestro que siempre he reconocido haber tenido