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Diego Carcedo, periodista, asturiano de Cangas de Onís. Fue director de Radio Nacional de España. Corresponsal en Nueva York y Portugal. Es Presidente de la Asociación de Periodistas Europeos.

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CIVILIZACIONES INTOLERANTES

24 de octubre de 2010

La tolerancia no es, por desgracia, un valor en alza. En Europa llevamos mucho tiempo clamando por una mayor comprensión hacia los que exhiben algunas diferencias, pero sin éxito. Los años de bonanza económica favorecieron una cierta convivencia entre nativos e inmigrantes de otras culturas, etnias y religiones. Los trabajadores foráneos se habían vuelto necesarios para desarrollar funciones que en nuestros países ya casi nadie quería asumir. Pero la deseada integración de los recién llegados apenas se produjo y con las dificultades económicas, la empresa se vuelve más difícil. La buena voluntad de las autoridades y una parte de las sociedades europeas apenas ha pasado de los mejores propósitos sobre una convivencia fundamentada en el respeto. La realidad sin embargo se vuelve tozuda y reiterativa. La Historia demuestra que esa integración es difícil y, en contra de lo que cabría pensar, no por ensayarse de nuevo ahora con niveles más elevados de educación, se vuelve más factible. Antes al contrario, cobra otras formas y dimensiones como estamos viendo en muchos de los países más avanzados.
Los partidos políticos de extrema derecha que fundamentan su ideología en su animadversión hacia los inmigrantes crecen y se multiplican en casi todo el continente. Por ahora, España es una excepción. Y lo peor no es que surjan partidos minoritarios de ideología xenófoba, lo peor es que sus principios y capacidad de arrastre empiezan a contaminar al resto del arco político. Que en un país tan moderno y democrático como Holanda sea un partido islamófobo el que tenga la llave para la formación del nuevo Gobierno es preocupante. Esto, en diferente medida, ocurre en Francia, Italia, Austria y un largo etcétera con Alemania a la cabeza. Hace unos días, Angela Merkel sorprendió con un discurso en el que apuntaba algunas inquietudes en este terreno. Sus palabras, de una bien estudiada ambigüedad, parece que intentaban calmar a los duros de su partido que cada vez con mayor virulencia van cayendo en la tentación de criticar a los millones de musulmanes que viven en el país como causa de sus problemas. La crisis económica, insisto, no cabe duda que ha estimulado esta animadversión aunque la realidad es que siempre ha existido.
La integración es difícil sobre todo si, como viene ocurriendo con frecuencia, la voluntad de lograrla no es compartida por ambas partes. Los gobiernos de diferentes niveles de las administraciones públicas tienen mucho que aportar y no parece que lo estén haciendo. Pero también las sociedades locales y advenedizas deben poner más de su parte y la realidad es que salvo excepciones tampoco lo están haciendo. En el caso de los musulmanes, que son los que provocan más rechazo, es muy poco el esfuerzo que ponen por adaptarse y mucho lo que arriesgan obstinándose en imponer sus condiciones y peculiaridades. Lejos de aceptar la realidad que les acoge, bien es verdad que con indiferencia en el mejor de los casos y a menudo con desconfianza y hostilidad, suelen refugiarse en sus costumbres y tradiciones con unas exigencias que no animan a la comprensión ni, a menudo, a la tolerancia. Ocurre con el uso del velo, cuando no del burka, de las mujeres que choca incluso con la exigencia social de llevar la cara descubierta por elementales razones de seguridad. Todo por no recordar la hostilidad de algunos de sus líderes religiosos. Ahora mismo, todavía no se puede hablar de conflicto, pero el temor a que las tensiones y resistencias vayan en aumento está ahí y es preocupante. Los españoles deberíamos mirar al exterior y aprovecharnos con realismo y sin demagogia de esa lección triste de intolerancia que nos llega desde la vecindad más próxima.

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