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Diego Carcedo, periodista, asturiano de Cangas de Onís. Fue director de Radio Nacional de España. Corresponsal en Nueva York y Portugal. Es Presidente de la Asociación de Periodistas Europeos.

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DEBATES

13 de noviembre de 2011

Algunos seguidores acérrimos de la política, mayormente socialistas, aguardan como agua de mayo el debate de mañana entre los dos candidatos principales a encabezar el Gobierno la próxima legislatura. Para Rajoy, todo parece indicar que el cara a cara o el cuerpo a cuerpo como dirían los cronistas de boxeo, es más que probable que vaya a convertirse en un trámite, comprometido, por supuesto, pero un trámite. No necesitará brillar espectacularmente para lo que ahora mismo más debe de interesarle, que es mantener la cómoda ventaja que le anticipan las encuestas.
Para Rubalcaba, todo es distinto. El debata es, si no la última -porque aún quedan muchos días de campaña y en política los días de tensión electoral pueden convertirse en siglos- es ahora mismo la principal oportunidad que le queda de darle vuelta a las previsiones. ¿Cómo? Pues difícil, desde luego, pero logrando el milagro de convencer a los dos millones largos de indecisos, en muchos casos ex votantes socialistas, que vuelvan al redil ideológico; es decir, que se percaten de que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer.
La realidad es que la situación está mal, que el panorama es oscuro, pero que desde el Gobierno de un país occidental, miembro de la UE y, sobre todo, parte de la Eurozona, poco diferente de lo que se está haciendo, van a poder hacer los nuevos gobernantes y que no sea lo que está exigiendo las instituciones internacionales, los mercados y lo que recomienda la mayor parte de los expertos, excepciones aparte. La crisis española sólo difiere de las de los vecinos en la gravedad del desempleo y ese es un problema ante el cual las recetas tropiezan invariablemente con la falta de los créditos necesarios para reactivar la economía. Personalmente, soy de los que creen que los debates están sobrevalorados por la opinión pública. Constituyen un buen espectáculo, pero es poco lo que aportan en la práctica a aclarar las ideas a la gente. Los votantes ya conocen a los contendientes, ya saben cómo piensan y qué se proponen, y no es fácil, como tan frívolamente se cree, que el color de sus corbatas pueda ejercer tanta influencia en su forma de pensar. Lo hicieron en otros países y aquí, en la propia España, en el pasado, pero estos debates institucionales más que periodísticos cada vez cuentan menos en todas partes y no sólo por el hastío que ese recurso va creando.
Los defensores rebaten esta creencia recordando la importancia que a lo largo de las primarias y de la propia campaña tienen en EE UU. Pero allí son debates abiertos, a veces incluso a las preguntas del público, con moderadores que guían sus preguntas y repreguntas en función del interés periodístico de los personajes y de las pistas que sus respuestas vayan abriendo. Aquí la tradición, que mañana no cambiará, nos pone ante debates encorsetados, con los temas a tratar bien delimitados, y la actuación del moderador puesta en el cronómetro para que ninguno de los dos hable un segundo más que el otro.
La rigidez es un pésimo elemento a la hora de expresarse y, desde luego, la capacidad de un político para ajustarse a unos condicionantes tan estrictos no tiene por qué ser un mérito importante a la hora de gobernar. La ligereza que se va imponiendo en la política confunde. Puede perfectamente haber un buen presidente del Gobierno que no sea verbalmente brillante. Mañana, en principio, Rubalcaba parte con la ventajada de una mayor agilidad de reflejos y una mejor capacidad de expresión que Rajoy, más reservado y dubitativo en las respuestas. Pero eso es muy poco lo que al fin y al cabo puede representar.

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